28 de septiembre de 2008

Rojo y blanco

Aspiro la última bocanada del cigarrillo y lo dejo caer por el hueco del ascensor. Prefiero no soltar directamente el humo, sólo lo retengo y luego dejo que sea él quién escape de mi boca. Las diez y veintisiete de la noche; ya falta muy poco.

Llevo los guantes ajustados pero compruebo una vez más que puedo mover mis manos sin dificultad. Sé que necesitaré una velocidad y una fuerza implacable en ellas en los próximos instantes. Un mínimo temblor puede significar el fracaso. El cuchillo debe deslizarse entre sus costillas sin titubeos, perforándole el pulmón primero para que pierda la respiración y la capacidad de gritar con la primera puñalada. Después le asestaré repetidamente de diez a quince cuchilladas más por el tórax, provocándole hemorragias importantes que lo desangrarán en un par de minutos. He repasado el procedimiento en mi cabeza una vez tras otra, desgranando las escenas a cámara lenta. He visto ya su cara de terror y el goteo de la sangre sobre el piso de mármol.

Lo más importante es que debo salir de aquí limpio, por lo que no podré descargar ningún golpe hacia su cuello. Los hombres sangran como cerdos cuando se les degüella. Aún me acuerdo de cómo me pringó de sangre aquel grandullón al que rebané el pescuezo hará seis o siete años en un callejón de Knoxville. No podía ni distinguir el puñal entre mis manos embadurnado como estaba en aquel denso fluido carmesí. Después de todo, siempre me ha parecido irónico que se les llame “armas blancas”; nada hay de pulcro e inmaculado en atravesar el corazón de un hombre. El frío tacto de la hoja se traspasa a su torrente sanguíneo y lo corrompe, de igual modo que los hielos en un vaso corrompen hasta el más preciado whisky. Y de la misma forma que el hielo desaparece en la copa, la sangre devora el puñal con este súbito cambio de temperatura.

La maquinaria del ascensor se ha puesto en marcha. Debe ser él. Me pongo el pasamontañas y tanteo la empuñadura de mi cuchillo en la chaqueta. Hoy volveremos a ganarnos el pan, amigo. Y es que este futuro fiambre debe ser un pez gordo, aunque en realidad me trae sin cuidado quién sea. Hace tiempo que deje de creer en “buenos y malos” y empecé a creer en vivos, muertos y tipos que no debían respirar durante mucho más tiempo. No podía decir que me gustaba, porque nunca puedes llegar a decir que te gusta tu trabajo (simplemente, es trabajo), pero al menos era bueno en ello.

Las diez y treinta y dos. El ascensor se para y la puerta se abre.

- ¿Sr. Woolford?

Descuida, no hace falta que termines de girarte hacia mí.

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