12 de enero de 2008

Infinito

Nunca podría haber imaginado dónde terminaba.

Realmente le parecía imposible calcular cuántos kilómetros alcanzaban sus ojos. El atardecer era claro, eso sí, por lo que podía percibir más detalles que la tarde anterior. Ola a ola, su mirada navegaba perdiéndose en la distancia, como tratando de buscar algo que quebrase esa inmensidad, algún matiz que diferenciase este momento y este lugar de cualquier otro. Pero no había nada. Tan sólo el mismo vacío; por dentro y por fuera, era todo lo que le rodeaba. El olor de la sal ahora sólo le traía recuerdos, despertando en él sensaciones dormidas que había dejado que el tiempo fuese enterrando a su merced.

Pensó en su familia. Tal vez no debía hacerlo, ya que ellos nunca hubieran querido que él se preocupara de esa manera por ellos, pero era inevitable. Sabía que en este momento debía ser fuerte y evitar caer en esos pensamientos, aunque ello supusiese ir en contra de lo que siempre había creído. No había alternativa. Estarían bien. Eso creía y eso quería creer.

Los recuerdos eran su mayor enemigo. El mar se los traía siempre, pensamientos varados en su cabeza que lo llenaban de esperanza un día y le derrotaban otro; y día a día le consumían. El mar... Había significado tanto y desde hacía tanto tiempo... No siempre lo había mirado desde este lado, claro. Tal vez por eso ahora le dedicaba una mirada distinta.

Su viaje... Tan sólo el mar y él sabían cómo había conseguido llegar a la costa. No había sido la primera vez que lo intentaba, por supuesto, pero siempre había confiado en que tarde o temprano el destino le daría una oportunidad o, de lo contrario, le arrebataría toda posibilidad de un sólo golpe.

Detestaba pensar en sus compañeros de aquel viaje. Compañeros de ilusiones un día y de sufrimientos la noche siguiente. Había procurado olvidar sus nombres, ya que ahora no servían para representar a las personas que conoció sino sólo al horror que vivió después.

Nunca supo por qué él sí consiguió llegar cuando había hombres mucho más fuertes en aquella embarcación. Sin embargo, también había mujeres. Y niños. Por eso él había decidido viajar sólo. Hasta entonces pensaba que en un viaje así se creaban amistades; a fin de cuentas todos navegaban con el mismo propósito. Tristemente, luego comprobó que cuando tu supervivencia está en juego has de mirar primero por ti y por los tuyos. De nuevo, no había tenido alternativa, si bien nunca se lo podría perdonar, como nunca podría borrar de su mente la manera tan cruel en que la muerte se llevó a quiénes más trataban de agarrarse a la vida. Ahora él vivía por todos pero también, poco a poco, moría por dentro por todos.

Tenía su oportunidad. Era su momento. Y no debía desperdiciarlo.

Y sin embargo ahí estaba... El mar...

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La noche cayó sobre el muelle. Tras la tenue lucecita de una farola, una figura solitaria miraba hacia el ya negro horizonte.

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